Se venden palabras
“Creíamos que estudiar mucho nos permitiría escribir libros y que los libros nos habrían hecho ricas. La riqueza era siempre un resplandor de monedas de oro encerradas dentro de infinidad de cajas, para llegar a ella bastaba con estudiar y escribir un libro”.
— Elena Ferrante, La amiga estupenda.
Empecé a escribir porque la materia prima era barata. Mis papás no estudiaron una carrera universitaria: mi papá se quedó en la secundaria y mi mamá se salió del CCH para hacer una carrera técnica; mi abuela tenía 5 hijas y ella era la segunda mayor, tenía que trabajar rápido. Mientras crecía me decían que yo tenía que llegar a la universidad, tener una carrera, que eso me daría una mejor vida que la que ellos tenían. A veces no entendía qué tenía de malo esa vida: estábamos juntos, nos cuidábamos y queríamos. Desde que iba al kínder supe que no teníamos mucho dinero y, por eso mismo, no les pedía muchas cosas.
Mi libro favorito es La amiga estupenda de Elena Ferrante. Lila y Lenu se convencen de que escribir un libro las hará ricas y podrán salir del barrio pobre en el que han crecido. Es fácil, solo necesitan sacar las palabras de su cabeza. Eso mismo pensaba yo… y aún lo creo: para escribir solo necesito meter la mano en mi cabeza, buscar palabras y pegarlas en una hoja. Cuando era niña, yo también creía que podía volverme rica escribiendo libros. En ese momento mis únicos referentes eran personas que hacían un libro que, después, se convertía en película: era gente famosa, que salía en la tele y llevaba ropa bonita, gente que no sabe lo que es llegar al fin de semana y no tener nada qué comer. Eran casos excepcionales y yo, como muchos, me creía una niña excepcional.
Luego crecí
Tenía 10 años cuando le dije a mi mamá que, de grande, quería ser escritora. Ella me dijo que, entonces, tendría que ir a la Facultad de Filosofía y Letras, en la UNAM y ahí me enseñarían a serlo. Tenía 10 años y al volver de la escuela intentaba escribir una novela que fuera tan buena, que tendrían que publicarla, me haría famosa y mis papás ya no tendrían que trabajar. Tenía 18 cuando por fin entré a la Facultad y el primer día me dijeron: aquí no les enseñamos a ser escritores. Entonces compré la idea de ser académica, aunque todos los días me preguntaba si sería capaz de encerrarme por horas con libros viejos en bibliotecas frías. Había algo lindo en eso, pero a veces era simplemente aburrido. Tenía 24 cuando llegó la pandemia y me quedé sin la beca para escribir mi tesis. Luego mi papá se fue de la casa, mi hermano aún no terminaba la universidad, mi hermana iba a una escuela privada y yo, la mayor, había estudiado algo completamente inútil: Lengua y Literaturas Hispánicas. No tenía título y escribir una novela no nos iba a salvar del hambre.
Esta historia tiene un final feliz: sí escribí una novela y sí nos salvó del hambre. Claro que, no me he vuelto famosa ni me sobra el dinero, pero en los últimos años he aprendido a vivir de la escritura. No tengo todas las respuestas, pero sí un par de experiencias que desmienten lo que me dijeron en la Facultad: sí se puede aprender a escribir ahí… quizá de manera indirecta, leyendo mucho y escribiendo más. Hay una gran diferencia entre las cosas que escribía al inicio de la carrera y los cuentos que fui capaz de crear al salir. Mucho de eso es porque yo crecí y pulí mi trabajo.
Cuando me quedé sin trabajo, Ale (Alejandra Retana, Co-fundadora de Estudio Magnolia) me invitó a ser parte de una editorial independiente. Creo que lo hizo porque sabía que necesitaba ayuda. En ese momento, luego de 6 meses sin encontrar trabajo y de aplicar a puestos que no me gustaban y de los que me rechazaban o ghosteaban sin piedad, me sentía inútil. En la Facultad me habían enseñado a leer e investigar, pero las vacantes pedían gente que supiera Excel, Photoshop, Ilustrator. Nadie buscaba a alguien que escribiera cuentos. Ale sí.
Empecé a hacer correcciones de los textos que llegaban a la editorial y, muy pronto, también llegó un ghost. Así escribí mi primera novela, bajo otro nombre y por muy poco dinero, pero que nos dio a qué sostenernos durante uno de nuestros tiempos más oscuros. Durante muchos años había soñado con ese primer trabajo, con la primera vez que pudiera hacer una obra completa y ponerle punto final. Jamás soñé que habría vendido esos derechos ni que sería la novela de alguien más. Tampoco fue triste. La sonrisa de mi mamá cuando le di para la despensa, valió mucho más que cualquier derecho autoral.
PALABRAS COMO PERLAS… O SEMILLAS
Estudiar arte fue un riesgo, porque nada podía asegurarnos, ni a mi ni a mis papás, que podría vivir de escribir. Ellos pudieron oponerse, pedirme que estudiara algo más “productivo”. En los últimos años he aprendido que el arte también es un trabajo. Siempre lo ha sido. Hoy me pregunto por qué al inicio me costaba tanto cobrar por ello. Cuando tuve mi entrevista con el equipo de esa primera editorial en la que estuve, me dio pena preguntar por la paga. Y por un par de años más siguió siendo así. El dinero siempre es un tema delicado. Hoy dudo mucho que los hijos de otros artistas sientan lo mismo: para ellos siempre ha sido claro que es un negocio, ¿por qué para nosotros no? Quizá porque nosotros, los que crecimos sin el mismo acceso a la cultura, primero debíamos luchar por ese acercamiento, por poder estar ahí y en ello ya veíamos una ganancia muy grande, como para encima pedir más, como para arriesgarse a ser expulsado. Es muy fácil sacralizar el arte cuando se trata de una experiencia de vez en cuando, cuando no es la norma.
Resisto en este espacio al que no pertenezco, el de la hoja en blanco. Mi lugar estaba en otro lado, pero yo quiero existir aquí. Los libros son una fiesta a la que no fui invitada, pero yo me colé: canto, bailo, como y bebo de todo, aunque me miren y se pregunten ¿quién la dejó pasar? Estar aquí, de esta manera, es mi pequeña venganza por todas las veces que sentí hambre, que usé mi ropa hasta picarse, por todas las noches que lloré sintiéndome impotente, por todo a lo que mis papás tuvieron que renunciar, por todo su cansancio y por todas las veces que eligieron seguir viviendo. Escribo por mí y por ellos, porque lo justo sería que sean ellos y no solo yo quien puede sentarse a leer y escribir.
Algunos ganan mucho. Lo justo es que yo también pueda vivir bajo las reglas que me impuse a mí misma: contando historias. Todavía creo que la materia prima con la que trabajo es bastante barata: no necesito extraer un pozo para obtener palabras para mis historias… Al menos no como esos hombres de traje en la cima del mundo. Más que un pozo mi mente es un campo donde leer, ver películas, hablar con mis amigas y amigos, simplemente existir es sembrar palabras como si fueran semillas. Escribir es regarlas, abonarlas, cosecharlas. Vendo palabras para vivir, vendo historias que armo con ellas como alguien más vende un collar de perlas o un vestido bordado a mano. Mis palabras tienen precio porque cuidarlas me lleva tiempo y esfuerzo, porque a veces hay que buscarlas en cuevas, en bosques o en lo profundo del mar.
este es mi trabajo
Tres editoriales después, ya no me siento inútil. Entendí que sí se vive de escribir: de saber usar el lenguaje, de darle forma a los sueños e historias de otros, de acompañarles, de enseñarles; de corregir, de editar, de ser escritora fantasma y algún día de carne y hueso, que una hora de mi tiempo frente a la hoja en blanco o la hoja llena de palabras como gusanos de seda, vale $550, que hay quienes pagan por este trabajo y que a veces hay que tocar puertas. También es cierto que antes pensaba en el trabajo del escritor como una actividad solitaria y, si bien lo es gran parte del tiempo, he podido recibir dinero a cambio gracias a socializarlo, a tener un equipo (Estudio Magnolia) y a que hemos construido redes. Claro que sería más fácil saber cobrar si supiéramos cuánto ganan otros escritores y cuánto consideran justo. Y más importante, nombrar la escritura como lo que es: un trabajo, hasta que se haga costumbre.
¿Qué sería de todos nosotros sin el arte y la cultura? Detrás de cada libro, película, canción, video, serie, político hay alguien escribiendo. Hasta los reyes le daban títulos nobiliarios a sus bufones. La única diferencia entre Rosalía y yo es el precio que le ponemos a lo que escribimos… y que ella sabe componer.