¿Cómo? ¿Vivir? ¿De la literatura?

1

Enciendo un cigarro, tengo a la diestra el café, y a la siniestra el vodka. Al frente, claro, mi computadora, y al fondo una foto de Bukowski. Detesto a mis compañeros del trabajo y a mis padres, aunque a la vez quiero a estos últimos. ¿Qué más decir de esto? Somos un cliché, en eterno retorno de una dialéctica entre resistencia y adaptación.

Lo cierto es que es muy raro que fume y no tengo ninguna foto enmarcada del poeta del realismo sucio. Pero sí creo que el arte se vive en resistencia cuando es real.

Una amiga marxista, que por cierto escribe bien, dice que el arte es prescindible en la sociedad capitalista, pues no genera una riqueza tan prioritaria. O eso entendí. Quizá por esa razón es tan difícil vivir de esto, y quizá por eso somos vistos como perdedores, salvo en casos contados.

Agreguemos que entre artistas no nos aguantamos muchas veces, nuestros egos son gigantes, somos individualistas y no sabemos trabajar de verdad en equipo, nos decimos “apolíticos” o curiosamente somos cortesanos del poder, etcétera.

¿Cómo vivir de la literatura? podría ser un buen título para un manual editado por quienes lo han sabido hacer, como las grandes corporaciones editoriales y de los medios. No dudaría que ya existe. Varios lo comprarían, algunos quizá a escondidas, y a pesar de ser un producto milagro que promete fama y dinero, embaucaría a muchos, pues como ya dijimos, este es un nicho muy reducido al que me temo que no se entra con un buen recetario.

Los medios saben vender cualquier cosa, útil o no, artística o no, y ahora utilizan Inteligencia Artificial para demostrarnos que les importa un bledo el talento de artistas célebres que antes los enriquecieron. Crean guerras o las alimentan, y no sólo en Europa del Este o Medio Oriente, sino entre y dentro de nosotros. La gente está rebasada en su frustración o su odio, buscan chivos expiatorios y se palian con el consumo de cosas e imágenes, o con lo que sea que les alimente el ego. Cuando menos se da uno cuenta, si es que lo hace, ya está en esa vorágine.

Por todo esto y más a veces más que preguntarme cómo vivir de la literatura, me pregunto llanamente cómo vivir... Y la literatura es de las pocas cosas que me han salvado, no porque haya ganado dinero con ella, sino porque escribir, leer y compartir textos me reconforta de manera inefable. Y es que aunque el arte tiene una dimensión individual muy vasta, en la que realmente uno se puede sentir satisfecho, resonando con una obra y un autor quizá lejano pero ya parte de uno, también es cierto que el arte tiene una dimensión social ineludible. Es decir, es producido por alguien y consumido por alguien más, y en dicha producción y distribución hay muchas otras personas involucradas.

Sería muy bueno pertenecer a un colectivo en el que se publicaran obras y buscaran espacios para la formación y difusión artísticas; en el que cualquiera pudiera participar aunque fuera en distintos niveles, con reglas claras; que pudieran publicar lo mismo autores célebres que underground; que quizá se vinculara hasta cierto punto con la industria cultural y el Estado sin perder autonomía; que trabajara en línea, en redes sociales y también en soportes físicos como el libro impreso, el fanzine o el disco.

Seguramente si algunos nos asociáramos, quizá en la periferia sur de la capital donde vivo, podríamos, sin tener que ser demasiados para evitar la desorganización, participar en ferias o festivales (o hacer el nuestro), donde vendiéramos nuestros productos culturales: libros, fanzines, cuadros, conciertos, danza, tatuajes, proyección de películas.

2

En alguna ocasión intenté hacer una revista con los pocos amigos que tenía de la carrera (estudié Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras). Las redes sociales estaban en pañales, con algo llamado Hi5, y para nada lo veíamos como algo serio o capaz de generar un impacto cultural ni económico. Tampoco veíamos el uso de blogs o el tener un sitio propio como algo factible o necesario, y ninguno de nosotros sabía casi nada de sistemas computacionales, ni de cosas prácticas en general... Nuestros modelos eran las revistas y los suplementos de los periódicos impresos, como aquellos que había dirigido nuestro maestro, el libertino y culto Huberto Batis. No imaginábamos que esos medios estarían en peligro de extinción años después.

La idea la tuvo Rubén, que un día me abordó cuando iba llegando a la Facultad.

—Oye, Abraham. Vamos por unas chelas el viernes. Tengo la idea de que hagamos una revista.

—E...está bien —respondí, sorprendido de que me invitara, pues él pertenecía a un grupo de estudiantes a los que le llamábamos de broma los “poetas malditos”, en clara alusión al círculo de Baudelaire. Y yo casi siempre estaba con mi novia y fuera de ella no tenía vida social.

En el bar me dijo que quería hacer una revista de literatura donde publicáramos los de la carrera a los que nos gustaba escribir. No tendría una línea política ni de género literario, aunque sería principalmente poesía y cuento corto. Empezaríamos con fotocopias engrapadas, pero Rubén decía que podría conseguir una impresión decente después. Nuestro público sería la misma Facultad. Acepté entusiasmado, aunque un poco asustado de que me leyeran mis maestros y compañeros. Supongo que eso le daba aún más el toque de aventura que de cuando en cuando me gusta vivir.

Quedamos en que saldría en dos meses, en lo que escribíamos, revisábamos y le dábamos formato. Salió en tres meses el bebé literario donde publicamos Rubén, Manuel, Julia y yo.

Salieron sólo cuatro números, en los cuales cada uno de nosotros decidía la temática. Rubén empezó con el tedio, siguió Julia con las mujeres, Manuel quiso que escribiéramos sobre Latinoamérica y yo escogí los aliens. Recordábamos bien lo que nos enseñaron nuestros maestros: lo importante no es el tema sobre el cual se escriba, sino cómo se escribe.

Quizá nos desmotivamos porque no hubo retroalimentación. Le dábamos la revista en la mano a la gente en los pasillos de la Facultad y muchos la tomaban con cierto desdén, nadie nos escribió para darnos ninguna opinión, ni favorable ni desfavorable. Al menos yo sentí que no existía, más que cuando no había publicado nada. Rubén bebió más, aumentando su parecido a los poetas malditos; Manuel, que tenía buenos contactos, se dedicó mejor a la política universitaria; Julia se casó y tuvo un hijo con un estudiante de Derecho y yo me dediqué a dar clases de Computación en una secundaria privada. No volvimos a escribir juntos.

Mis textos me acompañan, los que leo y los que escribo.

3

Un día que daba clase a los chicos de prepa les pregunté si recordaban la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. Algunos asintieron. Emocionado, les pregunté si sabían en qué sexenio había ocurrido, y uno de ellos dijo:
—En el de Díaz Ordaz.

—No, Cristofer —respondí—. Díaz Ordaz fue el de la matanza de estudiantes del 68. Ayotzinapa fue en 2014.
—No, profe —el chico estaba muy seguro y defendía su punto con coraje, lo cual en parte yo mismo se los había enseñado—. Recuerdo que lo leí un día en internet. El gobierno los reprimió por manifestarse.

Eco resonó en mi cabeza: "Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino."
Me di cuenta de que mi trabajo era más arduo cada vez. Los maestros no deben sólo enseñar la verdad —ante asuntos en los que la verdad, creo, es indudable como estos crímenes de Estado—, ser cuasi psicólogos, enfrentar la burocracia y una sociedad que los desdeña, sino también desmentir la autoridad de los medios digitales.

—Si un día publicamos algo en internet, chicos, asegúrense de que en ese sitio no pueda publicar cualquiera —concluí.

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